Quan pensis que no pots escriure, llegeix Vicente Aleixandre o Pedro Salinas

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Vicente Aleixandre va publicar un únic llibre en prosa. Es tracta d’un recull de semblances breus de poetes que Aleixandre va conèixer, per haver-ne estat amic o per haver-ne llegit la seva obra. Porta per títol Los encuentros i és, a més d’un estudi entranyable i amè dels trets i la personalitat dels principals poetes de la literatura peninsular –també hi surten Maragall, Riba o Sagarra–, el millor llibre d’auto-ajuda que hom pot aconseguir, pel que fa a superar dificultats a l’hora d’escriure. Llegeixin-ne, si no, aquesta semblança:

En casa de Pedro Salinas

Había ido yo a su casa. Entré en una habitación y me detuve en la puerta. Pedro Salinas estaba escribiendo. Pero no era esa la realidad: Pedro Salinas tenía un niño sobre una rodilla y otro, una niña, sobre la otra rodilla. Ésta había apoyado su cabecita sobre el pecho del padre, mientras un brazo pequeño y riguroso rodeaba estrechamente su cuello. «Papá, papá…» Con la mano libre la niña tiraba obsequiosamente de aquella oreja grande que ella veía arriba, y que cedía, graciosísimamente cedía. Una risita sacudía de vez en cuando a la niña, que se estrechaba contra el pecho grandote y que divisaba, roja, la faz absorta, casi contraída, que no la miraba. En la otra rodilla, un niño chico cabalgaba. Cabalgaba quizá por un bosque, y, oh, prodigio, aquella rodilla, de aquella masa, se movía a compás, mientras el niño, agarrado briosamente al brazo robusto, galopaba sin freno, rumbo al fondo que sus ojillos abiertos divisaban felices. De aquel montón de niños y hombre surgía un brazo, un brazo extenso, y del brazo surtía una mano, y en la mano, allí en el extremo último, todavía algo: una pluma. Lejana, lejanísima, alcanzaba a una mesa, y allí, casi quimérico, a un papel… Aquel abigarrado montón de niños y hombre estaba escribiendo.

«¡Arre, arre!» «Oreja, orejita, cuéntame el cuento de la abuelita.» El niño, furioso, botaba la silla de montar, en la dócil rodilla galopadora. La niña tiraba del lóbulo, de la pulpa y decía palabritas melosas, mientras su bracito estrangulaba cariñosamente la entregada garganta. El poeta, aquella trinidad de poeta, montón con una sola cabeza que surgiese, roja y contraída y visitada, escribía inspiradamente, dibujadamente unos versos que yo no sé quien veía. Acaso aquel amontonamiento humano era una gran pupila vibrátil, y la mano lejana, lejanísima, sólo un rayo de luz que cayese milagrosamente sobre el papel, dejando un trazo finísimo.

[…]

Se deshizo aquel montón indistinto y Pedro Salinas se puso de pie. Me miró y se echó a reír. «Me has sorprendido infraganti.» «¡Y qué infraganti!», le dije yo. Me tendió el papel. En la cuartilla, no sé cómo, estaba el poema:

Estoy pensando, es de noche,
en el día que hará allí,
donde esta noche es de día.
En las sombrillas alegres,
abiertas todas las flores
contra ese sol, que es luna
tenue que me alumbra a mí. Etc.

 […]

A través de los años, en la vida se ha conocido de todo y casi por todo se ha pasado. Queda el recuerdo noble de algunos seres que dicen un límite de humanidad, un límite sereno, verdadero, donde uno se pierde, donde parece uno haberse encontrado y reconocido. Allí, tranquilo, real, Pedro Salinas.

 

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