I ara, què en faig de Voltaire?

Em demano quina mena d’engany t’ha portat fins aquí, què ho fa que t’hi trobis còmode, parlant com ara parles, pensant com ara penses.

T’escolto. No et conec. Un discurs carregat d’intolerància, el segon en pocs mesos.

Hi ha un odi soterrat en les teves paraules. I por, molta por. Van de la mà, l’odi i la por. Són pacients, aprofiten qualsevol escletxa per fer niu. I tenen gana. Ara són dintre teu, he trigat molt de temps a adonar-me’n.

I no és només el que dius, és des d’on ho dius, i com ho defenses. I aquest to burleta i de menyspreu. I la frivolitat amb què mires d’ignorar-ne les conseqüències.

Reclames el teu dret a expressar el que penses. El tens, jo seré el primer a defensar-lo. Però no invoquis Voltaire per apuntalar els fonaments de la nostra amistat, ara malmesos.

De nit, sento els corcs rossegar la fusta.

 

Periodismo y sociedad digital: hacia una sinfonía del Nuevo Mundo



El periodismo está en crisis. ¿A qué obedece, si no, la cantidad de debates y literatura generada al respecto?. Es fácil encontrar, a diario y en cualquier medio de comunicación, artículos que hacen mención al decrecimiento de las ventas, la bajada de los ingresos derivados de la publicidad, la reducción del número de suscriptores, el recorte de plantillas, el cierre de cabeceras o a una suma de todos estos factores. La responsabilidad de tal debacle, según opinión generalizada, hay que buscarla en la irrupción de la sociedad digital, lo que da lugar a una paradoja perversa: el advenimiento de la sociedad de la información, aquella en la que el dato y los contenidos adquieren carta de libertad y fluyen libremente sin apenas cortapisas, supone, al mismo tiempo, la principal amenaza para la supervivencia de quien hasta ahora era el responsable de defender su valía, dedicaba sus mayores esfuerzos a su cuidada elaboración y velaba por su veracidad, difusión y comprensión. Esto es, como si esa misma información, razón de ser del periodismo, se rebelara, desbocada, contra su progenitor y se erigiera en la principal amenaza para su supervivencia.

Y sí, es cierto que la digitalización ha supuesto un giro radical en la manera en que se ha concebido el periodismo, desde su origen hasta nuestros días, y que afecta a todos y cada uno de los actores de la cadena de valor. Hoy, cualquier lector con conexión a Internet puede acceder a un volumen de información jamás imaginado, sin importar dónde, cuándo ni cómo –en qué formato o dispositivo– desee recibirla. De igual modo, la cantidad de archivos, recursos audio visuales y bases de datos a disposición del periodista, exceden con mucho su capacidad para digerirlos y cualquier pretensión de agotar las fuentes de información sobre las que elaborar un artículo, resulta en vano. Además, lector y redactor comparten, por primera vez, un mismo territorio, cohabitan zonas comunitarias en algún nodo de la red. Así, el lector puede inquirir, opinar, complementar esa información, conversar con el redactor, y por ende, con el medio responsable de su publicación, sin mediación alguna. Tiene, además, a su alcance otros medios con los que contrastar la veracidad y calidad de la información consultada, difundir su opinión al respecto y actuar como promotor o censor del medio o redactor en cuestión. La digitalización ha supuesto, también, la desaparición o pérdida de relevancia de algunos de los roles tradicionales –el  impresor, el distribuidor, el punto de venta– y la generación de nuevos profesionales necesarios para sobrevivir a la madeja de datos dispersos que es Internet –especialistas multimedia, recolectores de datos, programadores, etc. – a la vez que ha dado argumentos, y visibilidad, a todo aquel que quiera afrontar la tarea en solitario, a los freelance.

Sin embargo, sospecho –y soy consciente de la debilidad del término, absolutamente falto de rigor– que lo que subyace bajo esta crisis no es tanto el deambular por este nuevo territorio, del que desconocemos, todavía, sus límites, sino el cuestionamiento de los pilares que han venido sosteniendo esta profesión. La independencia, la veracidad, la integridad de la información son soslayadas alegremente, cuando no denostadas y tratadas como mero accesorio ornamental. Contrastar, citar las fuentes, analizar y procesar los datos que acompañan la noticia, facilitar su comprensión, son tareas secundarias y sometidas por el yugo de la urgencia e inmediatez absolutas, por la necesidad de dar respuesta al Abierto las 24h que cuelga en la recepción de nuestra sociedad de la información. Cualquier demora en la difusión de una noticia, artículo de opinión, crónica o reseña, supone, cuando menos, una más que probable infidelidad del lector, que buscará su publicación en cualquier otro medio. Y, ya se sabe, se prima el resultado económico ante la profesionalidad, la cantidad ante la calidad. Cualquier análisis que exija una reflexión y persiga el rigor, requiere ser cocinado –y digerido– a fuego lento. Los grandes grupos, de una parte, y los lectores, de otra, parecen no disponer de dicho tiempo.
  

El periodismo dispone hoy de los mejores –y mayores– medios. No busquemos en Internet la razón de sus males actuales. Por supuesto, una mayor pericia y comprensión de las reglas que rigen su funcionamiento no vendrían nada mal. Pero, preguntémonos, también, porqué la noticia tiene que dar espectáculo; porqué la hemos ido vaciando de contenido; porqué la hemos puesto al servicio de la publicidad; porqué tanta escasez crítica; porqué hemos llegado hasta aquí, en definitiva. De no hacerlo, deberemos darle la razón a Voltaire cuando afirmaba que quien no aprovecha las virtudes de su época, sólo sufre sus males.